Un ‘call center’ contra el coronavirus en un cuartel de Artillería de Madrid
Sentado en su cubículo en el Cuartel de Artillería de Madrid, un hombre marca un número en el ordenador y el tono de llamada del teléfono empieza a sonar. En los auriculares que lleva puestos se oye descolgar. Es una mujer mayor.
– Diga.
– Buenos días, señora. Soy el soldado Pablo Navarrete, le llamo porque ha tenido usted contacto con una persona infectada de coronavirus y…
– No, yo no quiero nada, gracias.
La mujer cuelga. Navarrete, de 27 años, no se frustra, vuelve a llamar y consigue hacerse entender. No es un vendedor, es uno de los rastreadores del Ejército que, en colaboración con la Comunidad de Madrid, se dedica a localizar positivos en las pruebas de coronavirus y sus contactos. Hoy, junto a otros nueve soldados y un sargento, está de turno en el acuartelamiento de artillería de Fuencarral, en Madrid.
La anécdota es de hace unos días, pero sentado en su puesto, que consta de mesa con ordenador, mampara y cajonera, el militar de la Artillería de Madrid recuerda a esta señora y el “desconcierto” de alguna gente la primera vez que oían la voz de un rastreador militar. “Al principio fue chocante, no sabías a lo que te ibas a enfrentar”, apunta.
El cuartel de Artillería está en el norte de Madrid, en la carretera de Alcobendas, en un área que antes era un descampado y que hoy ha quedado encajonada entre las vías del AVE, la M-40 y un polígono industrial en el que están instalados una cadena de televisión, un concesionario de coches o un bazar chino. El recinto data de los años 40 y sus calles conservan nombres como El Alcázar de Toledo.
Podría pasar casi por un cortijo de propietarios celosos de la seguridad hasta que se llega a la entrada, donde ya no hay engaño posible, con los dos guardas, fusil en mano, y el “todo por la patria” en el arco de bienvenida. Hasta 450 militares pueden estar a un tiempo en el recinto, de edificios bajos, salvo el principal, que está en obras. En una de las construcciones, que huele a pintura, está la sala de llamadas, que era hasta hace unas semanas un gabinete de idiomas, con mesas con mampara para aislar el ruido en las prácticas de escucha. Ahora protegen de los microbios. Hubo, además, que quitar varias cabinas para garantizar la separación y tender el cable telefónico, pero en una semana el cuarto estaba operativo. Hoy se despachan hasta 800 casos diarios en dos turnos, de 9.00 a 15.00 y de 15.00 a 21.00. Los fines de semana son de jornada continua.
Tres pelotones de voluntarios se relevan, cada uno con 10 personas. Podría parecer que a soldados que normalmente practicarían el disparo de proyectiles (por ahí han pasado algunos de los desplegados por la OTAN en el sur de Turquía con motivo de la guerra de Siria), ponerse a llamar por teléfono a desconocidos les resultaría poco atractivo. Pero no. “Nos pegábamos por ser voluntarios”, asegura la soldado Laura Beltrán, de 25 años, que hasta que llegó la pandemia se encargaba de un cañón antiaéreo de 35 milímetros. “Todo el que se mete aquí es vocacional”, insiste la soldado, que señala que el 90% de las personas a las que llaman reaccionan muy bien, porque al final todo el mundo busca lo mismo, cuando se trata del coronavirus: “Que salgamos de esto cuanto antes, que es un caos”.
La duración de las llamadas varía, no es lo mismo contactar con alguien que lleva aislado solo en casa 20 días que con quien convive con ocho personas. Beltrán apunta que algunos interlocutores expresaban algo de miedo al responder, no fuera a ser que tuviesen problemas en el trabajo. Al lado del teclado tiene una libreta llena de anotaciones.
El comandante Fernando García-Repáraz es el jefe de la Unidad de Vigilancia Epidemiológica (UVE) en la Comunidad de Madrid y coordina a los 150 militares puestos a disposición de la Consejería de Sanidad. Los treinta de Fuencarral y otros tantos en la cercana base de El Goloso pertenecen al ejército de Tierra. Otros 60, del ejército del Aire, se reparten entre Torrejón de Ardoz y Getafe. Los restantes 30 están en el cuartel general de la Armada en el centro de Madrid.
Si en algunos ‘call center’ civiles los trabajadores lamentan la falta de preparación específica, en Fuencarral la formación duró cuatro días, con presencia de enfermeras de la sanidad pública. “No buscamos números sino calidad”, explica el comandante, flanqueado por la jefa de la UVE en el cuartel, la teniente Érica Pinto. Se explicó la normativa de protección de datos, se dieron charlas de contenido sanitario y también se practicaron las habilidades comunicativas. En ese sentido, mientras habla el comandante, se oye a uno de los voluntarios despedirse al teléfono. “Muchas gracias y muy amable”, dice, alargando notablemente la ‘u’ de “muy”. Acto seguido se excusa ante su superior. “Disculpe, sargento, que le había cortado”. El sargento replica que no pasa nada.
Cuando acaba la jornada, todos los datos privados que se hayan podido recabar para hacer el seguimiento se destruyen en una trituradora de papel, cerca de la mesa con la cafetera. “Se trata de ser flexible y tener en mente el apoyo a las autoridades sanitarias. Es diferente, pero es muy enriquecedor y la gente está muy motivada”, afirma el comandante. La teniente Pinto hace una reflexión final sobre la tarea presente y el futuro próximo: “Esto lleva tiempo y eso es lo único que no podemos controlar”.
Original de Víctor Honorato